Distinguidos miembros de la comunidad académica, profesores, autoridades universitarias,
familiares, amigos y especialmente mis compañeros graduandos, es un verdadero honor y un
privilegio estar frente a ustedes en este solemne acto de imposición de medallas. Hoy, en
este recinto de sabiduría, nos encontramos para celebrar los logros y esfuerzos de aquellos
que hemos dedicado años de estudio, sacrificio y perseverancia en la búsqueda del
conocimiento. Hoy celebramos un hito fundamental en nuestras vidas: la culminación de un
viaje intelectual que, sin duda alguna, ha estado marcado por retos, sacrificios y, sobre todo,
por un profundo amor al conocimiento y una sed inquebrantable de saber.


Primeramente, quisiera compartir con todos ustedes algunas reflexiones sobre el valor y la
trascendencia de la educación universitaria en la actualidad. Vivimos en una era de acceso
ilimitado a la información. La tecnología nos brinda la posibilidad de aprender desde
cualquier lugar y en cualquier momento mediante cursos en línea, tutoriales o plataformas
educativas. En un mundo donde el acceso al conocimiento se democratiza y no hace falta
asistir a una universidad para adquirir habilidades y competencias, es válido cuestionar la
necesidad de la educación universitaria. ¿Por qué invertir tiempo, recursos y un gran
esfuerzo en una institución académica exigente cuando la información y el saber parece
estar al alcance de un clic? La respuesta, estimados graduandos, reside en la profundidad y
amplitud que la educación universitaria proporciona.


La universidad no se trata únicamente de adquirir conocimientos o desarrollar habilidades
técnicas. Su verdadero valor reside en la capacidad que adquirimos para pensar
críticamente, analizar de manera profunda, cuestionar dogmas y paradigmas, explorar
múltiples enfoques, resolver problemas con creatividad, discernir entre la información veraz y
la falaz, formular preguntas trascendentales, forjar nuestro propio criterio y sobretodo,
convertirnos en agentes activos del conocimiento, no en meros consumidores pasivos.
Más allá de su valor intelectual, la educación universitaria también nos brinda la oportunidad
de desarrollar nuestro potencial humano en su máxima expresión. En sus aulas compartimos
ideas, debatimos perspectivas y forjamos amistades duraderas. La universidad nos convierte
en ciudadanos responsables del mundo, nos insta a contribuir al bienestar de nuestra
sociedad, a ser agentes de cambio y, a considerar las implicaciones éticas y sociales de
nuestras decisiones.


Hablemos ahora de nuestro esfuerzo. Sin duda, la dedicación y el sacrificio que hemos
invertido en esta travesía son innegables. Recuerdo las noches en vela, el café frío al lado de
la computadora, y la sensación de frustración al no encontrar la respuesta a un problema.
Pero también recuerdo la euforia de ese momento en que finalmente todo encajaba, cuando
la pieza faltante del rompecabezas se encontraba en su lugar. Esos momentos, llenos de
desafíos y recompensas, han forjado nuestro carácter de hoy. Y aunque el camino no
siempre ha sido fácil, estoy infinitamente agradecido por cada lección aprendida y cada
obstáculo superado.


No obstante, el valor de este logro trasciende las meras credenciales. El conocimiento
adquirido, las habilidades desarrolladas, y sobretodo la disciplina cultivada, son tesoros
invaluables que nos acompañarán por el resto de nuestras vidas. Sin embargo, sería
irresponsable de mi parte obviar el contexto en el que hemos emprendido y culminado este
viaje intelectual. Estudiar en medio de la pandemia mundial y la crisis venezolana no fue
tarea fácil. El confinamiento, las dificultades económicas, la escasez de recursos y la
incertidumbre pueden desgastar incluso al más apasionado de los estudiantes. Pero, mis
estimados graduandos, recuerden que la adversidad también es una gran maestra. Es en los
momentos más oscuros donde se forja nuestra resiliencia, donde descubrimos nuestras
fortalezas ocultas y aprendemos a persistir a pesar de las circunstancias. Es por ello que la
obtención de nuestros títulos adquiere un significado aún más especial, porque lejos de
amedrentarnos, estas circunstancias han servido para forjar nuestro carácter. Hemos
aprendido a adaptarnos, a perseverar ante la adversidad y a encontrar oportunidades en
medio de las dificultades.


A las nuevas generaciones de estudiantes que hoy nos miran con ojos llenos de sueños y
esperanzas, les digo: la universidad es un viaje, no un destino. No se trata solo de obtener un
título, sino de crecer como individuos, de encontrar nuestro propósito y de contribuir al
bienestar de la sociedad. Sean curiosos, sean valientes, y sobretodo, nunca dejen de
aprender. El mundo necesita más pensadores críticos, más soñadores audaces y más
agentes de cambio.


Y finalmente, recordemos que el camino del aprendizaje es continuo. La graduación no
marca el final de un viaje, sino el inicio de uno nuevo. A mis compañeros graduandos, los
exhorto a que llevemos con orgullo el nombre de nuestra querida Universidad Central de
Venezuela, símbolo de excelencia académica y bastión de lucha. Que nuestro legado sea el
de la búsqueda incansable del conocimiento, el compromiso con la ética, la responsabilidad
social y la pasión por construir un mundo mejor.


Muchísimas gracias por su amable atención.

Dr. Arlán Simón Briceño Olivares